Sin querer

Eran las ocho de la mañana, pero, desde la ventana, el cielo se veía como si aún no hubiera pasado la noche. Hacía ya una semana que las nubes cubrían el cielo y, de acuerdo con el pronóstico, seguiría siendo así durante una semana más. Jean se sentó en el sillón más próximo a la ventana y contempló el exterior. Las nubes parecían estar hechas de plomo, proyectando su imperturbable sombra sobre Zedoha, que cerca del suelo se veía difusa debido a una espesa neblina tan propensa a cambiar como las nubes. Sin embargo, en la calle, si algún auto pasaba y alteraba la bruma, era posible verse reflejado hasta las rodillas gracias a la creciente humedad condensada en la acera.
No había vivido Jean el tiempo suficiente para contemplar un invierno como aquel. Y no veía la hora de que el sol volviera a encandilarla por las mañanas. Odiaba el invierno. No sufría particularmente del frío, pero el ambiente que esa estación generaba a su alrededor lograba deprimirla. El ánimo de la gente parecía sucumbir ante la menor baja en la temperatura, y las esporádicas lloviznas, que no se decidían a ser una precipitación digna, socavaban de a poco su humor de la misma forma en que las olas del mar erosionan las rocas en la orilla.
Afortunadamente, los padres de Anne se habían ofrecido a llevarlas a ambas al colegio hasta que el tiempo cambiara. Los Hart no tenían un auto y, a decir verdad, hasta ese entonces jamás lo habían necesitado. La madre de Jean le había preparado un calórico desayuno para que pudiera hacerle frente a la jornada. Eso era lo único que le agradaba del invierno: desayunar con chocolate todos los días. Se imaginó corriendo y entrenando en las canchas de la St. Ameus y, muy a su pesar, agradeció que la temporada de hockey hubiera concluido.
Por fin vio a Anne, Elliot y el señor Kaye subirse al auto estacionado en la puerta del garaje. Saludó a sus padres deseando, como todos los días desde que las nubes aparecieron, que le dijeran que hoy podía quedarse en casa. Por supuesto que eso no sucedió, y no le quedó más remedio que correr hasta el coche de Anne y tiritar a lo largo del viaje hasta el colegio. Cada día menos alumnos concurrían a la St. Ameus School, pero eso les importaba tan poco a los Kaye como a los Hart. Durante el primer receso, Anne le confesó a Jean que, mientras desayunaban, había pedido permiso a sus padres para faltar un día y que ellos habían fingido no haberla oído. Jean se imaginó que, aunque el colegio decidiera cerrar en algún momento, los Kaye de todas maneras enviarían a Anne y Elliot a no tomar clases.
Cerca del mediodía, comenzó el aguacero. Anne ya se encontraba en el comedor del colegio, encargándose del almuerzo de ambas; pero Jean había tenido que demorarse después de la clase de Matemática porque su mochila se había roto. Incapaz de arreglarla, tuvo que aceptar la bolsa de plástico que su profesora le ofrecía, aunque no fuera la opción más glamorosa. Refunfuñando porque el imprevisto le había costado un tiempo considerable de la comida, empezó a trotar a través del patio hasta el comedor. El pelo, empapado, se le aplastaba contra la cara y le impedía ver con facilidad. Bajó la cabeza para que el agua no le entrara en los ojos y siguió corriendo. Preocupada como estaba por que no se colaran demasiadas gotas dentro de la bolsa que llevaba entre sus brazos, se olvidó por completo de dónde se encontraba. Por eso mismo, no reparó en que podía chocarse con alguien si no alzaba la vista... que fue exactamente lo que sucedió.
- Lo siento mucho...- comenzó a disculparse antes de descubrir de quién se trataba. Era un chico por lo menos una cabeza más alto que ella, y en ese momento se llevaba una mano al pecho, donde Jean lo había impactado con la coronilla. No recordaba haberlo visto antes. Estaba completamente seco gracias a que había tenido la sensatez de llevar consigo un paraguas. El cabello color arena le caía sobre los marrones ojos, debajo de los cuales se podían ver algunas pecas. Lejos de estar molesto, más bien parecía divertido por el accidente.
- No te preocupes, no me pasó nada- le aseguró con una sonrisa-. ¿Tú te encuentras bien?
- Sí, sí- tartamudeó ella, haciendo un gesto con la mano, como si estuviera espantando una mosca-. Perdona, en serio, no te vi.
El joven rió.
- Me di cuenta de eso- se quedaron en silencio durante unos segundos en los que él observó a Jean y luego volvió la vista sobre sus hombros-. ¿Estabas yendo al comedor?
- Sí- repitió Jean, sintiéndose algo tonta-. Una amiga me está esperando desde hace un rato, por eso corría...
- Déjame acompañarte- le ofreció él-. No te va a hacer bien seguir corriendo bajo la lluvia.
- ¡No, no hace falta!
- Insisto- dijo el chico, alzando una mano delante suyo para impedir que Jean siguiera hablando-. Hay más gente en el patio con la que puedes chocarte, ¿sabes? Permíteme ahorrarte el bochorno.
"Como si pudiera sentirme más abochornada que ahora", pensó Jean.
- Está bien- accedió finalmente-. Gracias.
- Me llamo Adrien Goebel, por cierto.
- Jean Hart- se presentó ella, extendiendo una mano.
- Un gusto- dijo Adrien estrechándosela y dedicándole otra sonrisa.


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