Enmascararte

Si nos atenemos a la definición obtenida de la Real Academia Española, el arte es la “manifestación de la actividad humana mediante la cual se expresa una visión personal y desinteresada que interpreta lo real o imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros”. Etimológicamente, arte (del latín ars-artis y éste, a su vez, del griego τέχνη) implica técnica que, de ser dominada, permitiría otorgar una forma al contenido de la obra.
En términos simples, cuando este contenido llega a nosotros a través de la palabra escrita, estamos hablando de literatura. Pero ella es algo más. De acuerdo con Raúl Castagnino, la literatura puede denominar al conjunto de producciones de una nación, época o corriente. En este sentido, encontramos unidas todas las manifestaciones de las bellas artes, en tanto, en palabras de Aristóteles, el arte es el resultado de una experiencia. Las expresiones artísticas no pueden escapar de su objetivo estético y, así, encontramos atada a éstas a la arquitectura que, según Ibo Bonilla “es esculpir el espacio para satisfacer necesidades físicas, emocionales y espirituales, protegiendo el resultado con una piel armónica con la estética, técnicas y sitio, del momento en que se realiza".(1)
Siendo que existen tantas realidades como personas hay en el mundo, la verdad que se manifiesta en una obra de arte no puede dejar de ser una ilusión de la verdad, una imitación que, plausiblemente, da a conocer más de su creador que lo que aparenta, o incluso más que lo que éste intenta.
Como humanos, no podemos desentendernos de este juego de máscaras del que somos víctimas y victimarios o, como lo plantea Luigi Pirandello, "cada uno de nosotros cree que es uno solo, pero eso es una asunción falsa; cada uno de nosotros es tantos, tantos, cuantas son todas las potencialidades del ser que hay en nosotros... Conocemos únicamente una parte de nosotros mismos, y con toda probabilidad, la menos significativa". Así como el hombre es quien es en sí mismo, quien pretende ser para sus semejantes, y quienes éstos interpretan subjetivamente; la producción artística de igual modo ostenta las diversas máscaras que adquiere según el ojo del observador. Existe una comunicación y retroalimentación entre las obras de arte que frecuentemente trasciende las barreras de una forma y se traduce en otra.
Por ejemplo, pocas obras han atravesado el universo de la literatura como aquella maestra que Dante Alighieri escribiera en los principios del 1300, esa Comedia que llegaría a nosotros con el epíteto de Divina. Pero limitar la influencia del toscano al ámbito de la literatura, lejos está de hacerle merecida justicia. Su concepción de Infierno, Purgatorio y Paraíso basada en la estructura ptoloméica del universo, deja su impronta, en 1923, en la obra de Luis Barolo y Mario Palanti: el Palacio Barolo.


Omis pulchritudinis forma únitas est

Llegamos, entonces, a Avenida de Mayo 1370, donde se encuentra este homenaje arquitectónico a la Divina Comedia. Se destaca por ese estilo distinto al de todos los edificios que lo rodean y, en particular, por la torre que se alza cien metros sobre nosotros y que alberga el faro que, alguna vez, lanzó su luz sobre el Río de la Plata y se hizo ver hasta Uruguay.
El interior no tiene nada que envidiarle a la fachada. Nos recibe un techo abovedado sostenido por tres magníficos arcos que podemos ver replicados del otro lado de la bóveda central. Es como si el edificio entero se hubiera construido con la ayuda de espejos, tal es la precisión simétrica que se ha logrado. Y, en el caso del Palacio Barolo, la simetría no es un detalle menor. Histórica y universalmente relacionada con la perfección y la belleza, la piedra fundamental de esta obra arquitectónica es la simetría, que en Dante se encuentra en el contrapaso que obliga a que cada pecado reciba su correspondiente castigo. No ha de asombrarnos, entonces, vernos rodeados por representaciones físicas del número áureo.
Así como la obra en la que está basado, el Palacio Barolo ha sido dividido en las tres instancias de Infierno, Purgatorio y Paraíso. No será de extrañar, por lo tanto, encontrar otras trinidades que se suman a la de los arcos anteriormente mencionados, o demás alusiones a los números -mayormente múltiplos de tres- presentes en la estructura según la cual fue escrita la Divina Comedia.
En esta planta baja, este Infierno, bien cerca de nuestros pies encontramos doce grandes rosetones, divididos en grupos de tres, unidos entre sí por baldosas rojas meticulosamente colocadas para formar simétricos patrones. A nuestros lados, nos remiten a la oscura selva en la que está perdido Dante al principio de su Divina Comedia, imponentes columnas rematadas por esculturas de bestias: dragones, cóndores y serpientes, custodiando nuestros pasos, emulando a los monstruos Minos, Can Cerbero y Pluto, que vigilan cada círculo del infierno dantesco. Si seguimos alzando la vista, nuestros ojos apreciarán tres doradas arañas que iluminan el vestíbulo. Ya en el techo, nos dan la bienvenida frases en Latín, extraídas de textos varios, entre las cuales figura aquella que da título a esta sección. La unidad es el molde de toda obra de arte. Ciertamente. No en vano hablamos ya de la relevancia de la simetría, tanto matemática como literaria.
De una forma análoga a aquella según la cual la nave principal y el transepto de una catedral convergen en el crucero, las líneas del diseño del Palacio Barolo encuentran su núcleo en una escultura (réplica ésta de una perdida, años ha, al ser mudada de su emplazamiento original) que representa el ascenso de Dante al Paraíso, sobre el dorso de un cóndor. Grabada al pie, está la palabra “mausoleo”; propósito inicial del edificio. Terminada la Primera Guerra Mundial, y existiendo el peligro de otras futuras, la necesidad acuciante de los inmigrantes italianos de proteger las cenizas del poeta, impulsó a Luis Barolo a idear esta obra maestra, con la ayuda indispensable del arquitecto Mario Palanti. Aunque no pudieron ver este deseo materializado, es innegable que la creación de ambos hace justo honor a aquella que Dante ejecutara con semejante minuciosidad.
Parados delante de la escultura, alzando la vista al cielo, podemos apreciar que el vuelo ascendente del cóndor sería ininterrumpido. Pero, en la Divina Comedia, Dante y Virgilio deben antes pasar por el Purgatorio, para lo cual descienden los nueve círculos del Infierno. Nosotros, sin embargo, podemos acceder al Purgatorio del Barolo simplemente haciendo uso de los nueve ascensores repartidos a cada lado de la bóveda central. Sobre cada uno de ellos, encontramos carteles de “Ascensor”, cuya “A” imita los símbolos de la escuadra y el compás de la Francmasonería; un guiño a la Fede Santa, logia masónica de la que, presuntamente, formaban parte tanto Alighieri como Barolo y Palanti.
Difícil es encontrar, en el diseño del Palacio, un ángulo recto. Siendo el círculo la figura geométrica cumbre en materia de perfección, podemos apreciarlo en cada detalle de ambas producciones artísticas. En la obra de Dante, tenemos los círculos en que se divide el Infierno, las terrazas que rodean la montaña que es el Purgatorio, y los círculos que dibujan los planetas que llevan al Paraíso. En la obra de Barolo y Palanti, tenemos las dos balaustradas en forma circular, situadas en el centro de los dos siguientes niveles, que se corresponden con el centro de la planta baja. En la primera, contamos con sesenta balaustres, y cuarenta, en la segunda; sumando así cien, como la cantidad de cantos en que está dividida la Divina Comedia. En estos pisos del Purgatorio se reparten veintidós oficinas, número que, dividido por los siete Pecados Capitales, nos da como resultado Pi, que, en geometría, es el cociente resultante de dividir la circunferencia de un círculo por su diámetro.
En última instancia, llegamos al Paraíso tras subir por una escalera helicoidal, encerrada por paredes sin ventanas. Tal vez, al igual que Dante, que no pudo apreciar su ascenso de la mano de Beatrice, no seamos dignos, aún, de conocer lo que nos espera a lo largo del camino hacia el Cielo. De forma repentina, estamos cara a cara, por fin, con el faro, la luz que iluminaba más allá de las fronteras, la luz que, casi un siglo atrás, encandilaba a los barcos, así como las luces del Paraíso dantesco encandilan al poeta. La lucerna del mondo. La Cándida Rosa. La cúpula que lo alberga, inspirada en el templo tántrico de Budanishar, simboliza la unión entre Dante y su eternamente amada Beatrice. Según dicen, durante los primeros días de Junio, se puede ver la cúpula alineada con la constelación Crux, la Cruz del Sur; que, junto con el faro, y el propio Dios, son consideradas figuras orientadoras. No olvidemos, tampoco, que entre el segundo y tercer día de Junio -dependiendo de si se trata de un año bisiesto o no- se encuentra la mitad exacta del año. El faro divide al Palacio en dos, del mismo modo en que estas fechas dividen el año. En todo hay simetría.
Y quién sabe qué otros secretos acoge el Barolo, este Palacio que quiso ser mausoleo. Después de todo, tal como dejaran grabado Luis Barolo y Mario Palanti en las bóvedas que nos recibieron: Qui fecit opus-ut est-ut ipse mallet novit. Quien hizo la obra la conoce tal como es, así como él la preferiría.


Misteriosa Argentina

Los recovecos del Palacio Barolo callan una realidad que sólo sus creadores conocían, una realidad que se ha perdido o transformado con el correr del tiempo. Su ánima dantesca, italiana, coexiste con la argentina del mismo modo en que lo hacen otros monumentos de aspecto poco autóctono.
“Las callecitas de Buenos Aires…”, canta la Balada para un Loco, “…tienen ese, qué sé yo, ¿viste?”. Ese qué sé yo que, en el campo de lo estético, se traduce en la mezcla de estilos que adorna, no sólo a Buenos Aires, sino al país entero. Esa indecisión entre lo europeo y lo latinoamericano que, en ocasiones, parece escindir a la República, pero que, a su vez, aunque más no sea a fuerza de la historia, la unifica.
Ese qué sé yo que nos dice que nuestra relación con las distintas edificaciones -cuyo origen y fundamento quedó asumido aunque desconocido en el inconsciente colectivo- pone delante de nuestros rostros una nueva máscara, la que insinúa, pero trágicamente oculta, nuestra propia identidad como sociedad.


Bibliografía
- Alighieri, Dante. La Divina Comedia. Buenos Aires: Losada, 2004.
- Aristóteles. Metafísica. Buenos Aires: Gradifco, 2007.
- Pirandello, Luigi. Seis personajes en busca de autor. Buenos Aires: Longseller, 2009.




(1) Conferencia en la LXXXII Asamblea Nacional de la Federación de Colegios de Arquitectos de la República Mexicana. México, 1977.


Pueden encontrar algunas de las fotos que saqué para este trabajo en mi tablero del Palacio Barolo en Pinterest.

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