Eleanor y Basil

Se vio repentinamente envuelta por una densa niebla. Delante de sus ojos, mechones de sus rojos cabellos danzaban movidos por un viento que no lograba disipar la bruma. Movió los brazos, pero no había nada que tocar a su alrededor. Movió los pies, pero debajo no encontró superficie sobre la cual apoyarse. Podría haber estado sumergida en agua, de no haber sido por el hecho de que seguía inequívocamente seca. Entonces, escuchó movimiento, voces que parecían provenir de algún punto debajo suyo.
Como comandadas por su curiosidad, las nubes se abrieron y dejaron entrever una modesta aldea. Hogares de aspecto endeble erigidos en piedra y paja, de esos que sólo había apreciado en libros de historia, y en los documentales que veía junto con Anne. ¿Qué era aquél sitio? Sobrevoló la zona y descubrió que estaba rodeada por lo que parecía ser un extenso mar.
Cerró los ojos y, cuando los abrió, se encontró caminando entre la gente. El pasto bajo sus pies brillaba como esmeraldas a pesar de que el cielo estaba completamente cubierto por blancas nubes nuevamente. Vio pasar robustos hombres y mujeres, cuya piel estaba curtida por el sol, cargando sendos canastos llenos de frutas desconocidas. A decir verdad, esas personas parecían ser hijas del Sol. Su bronceado no parecía natural, y resplandecía tan dorado como el color de sus cabellos. Algunos tenían cabellera del color de la tierra bañada por la lluvia, otros, del color de los campos de trigo. Sus ojos parecían miel, café, praderas, hierba. De no haberlos visto con los pies sobre la tierra, Jean hubiera creído que de ellos dependían todos los amaneceres. Siguió la trayectoria de sus pasos y llegó al interior de una de las viviendas. Toda la cosecha se apilaba a cada lado de una mesa ocupada por gente esbelta, delicada. Su tez era perlada, como si la luz del día nunca los hubiera acariciado. Sus cabellos de profundos y brillantes negros, rojos y grises recordaban el universo. Sus ojos parecían cielo, océano, nieve, amatista. De estas personas, pensó Jean, podrían haber dependido las mareas de los mares.
Regresó al exterior de la casa y se regocijó en el orden que exudaba el paisaje, y en la vivacidad y alegría de todos sus habitantes.
Parpadeó una vez más, y ahora era de noche. Una joven pareja se acurrucaba en la cama en torno a un pequeño bulto. Ella tenía un largo cabello dorado que le caía como una cascada sobre los enjutos hombros; él, en cambio, tenía espalda ancha y sus cabellos recordaban al acero ardiendo. Juntos, parecían el atardecer. El bulto que estaba entre ellos se movió y, entre la seda que lo cubría, se pudo ver el sonrosado rostro de un bebé. La pareja intercambió una mirada en la que Jean pudo percibir tanto amor como temor. Una voz que parecía provenir del fondo de su mente susurró “Sindone”.
Cerró y abrió los ojos, y todo lo que le había parecido brillante alguna vez, ahora estaba sumido en las sombras. Las nubes sobre su cabeza eran grises y el pasto se veía de un color petróleo apagado. Encontró a la pareja que había visto antes. En sus facciones se podía adivinar el paso de, por lo menos, unos diez años. Junto con ellos había una adolescente de sólida contextura y rebelde cabellera cobriza. El hombre estaba discutiendo con un anciano pálido y encorvado.
- Sindone no le ha hecho daño a nadie, Itzal- Jean lo oyó hablar con voz grave y firme.
- ¡Es por su culpa que estamos así!- replicó indignado el viejo.
Todo a su alrededor se ensombreció por unos segundos en los que la disputa pareció haber avanzado.
- … me veré forzado a ponerles un fin a tus amenazas- Jean llegó a oír la última parte de la oración, pero no sabía a qué se refería el hombre.
- Yo le pondré un fin a la vuestra- siseó el anciano Itzal.
Todo se oscureció una vez más, y ahora ambos hombres se hallaban en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo.
- ¡Eleanor, lleva a Sindone a casa!
- ¡Hazte a un lado, Basil!- aulló Itzal intentando deshacerse del hombre. Se vio un refusilo y lo siguiente que Jean pudo ver fue a Basil tendido en el suelo, y a su mujer sollozando y abrazando a su hija.
Itzal se dirigió hacia ambas mujeres con el peligro refulgiendo en su mirada. Adivinando las intenciones de su madre, Sindone le impidió que se interpusiera entre ella y el anciano. Otro destello cegó a Jean momentáneamente. Cuando recuperó la visión, Sindone había desaparecido, y unas oscuras sombras estaban devorando el cuerpo de Itzal. Eleanor corrió hasta el lugar donde se encontraba postrado Basil y todo volvió a sumirse en la oscuridad.
Jean estaba perdiendo las esperanzas de que la escena volviera a iluminarse, cuando dos descomunales ojos amarillos de verticales pupilas como lanzas se fijaron en ella, penetrantes como si pudieran ver dentro de su alma. Una voz muy diferente a la que había escuchado antes habló… “Jean Hart”.
La joven se despertó sobresaltada, sudando ligeramente. Aún era de noche, y Anne resoplaba entre sueños en la cama contigua. En vano intentó recolectar los últimos vestigios de lo que había visto. Segundos antes de volver a apoyar la cabeza en la almohada, todo cuanto había soñado se desvaneció de su memoria.


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