Juguete del destino

Tal como había sido pronosticado, la neblina y las lloviznas duraron sólo una semana más. Pasado ese tiempo, lo que empezó a preocupar a los habitantes de Zedoha fueron las constantes neviscas. Jean estaba comenzando a acostumbrarse al clima, y disfrutaba de ver el aguanieve caer por la noche. Sus padres le habían regalado el que habría de convertirse en poco tiempo en su libro preferido. Se trataba de una compilación de escritos sobre el amor, que recopilaba reflexiones, pensamientos y poemas de autores de todas las épocas. Cuando terminaba de hacer toda la tarea que le daban en la St. Ameus, envuelta por una manta y sentada en el piso cerca de la chimenea, pasaba horas inmersa en sus páginas. Le encantaba encontrar acuerdos y discrepancias entre los textos medievales y los modernos.
Según Anne, por primera vez en mucho tiempo, la St. Ameus School estaba sufriendo ausencias masivas de alumnado. Aparentemente, el súbito cambio en el clima había provocado unas cuantas gripes y fiebres que habían resultado en una merma sustancial en la asistencia. El fin de semana que le siguió a la primera nevada encontró a Elliot con unos grados de temperatura. Los Kaye no permitieron que se levantara de la cama por nada, esperando que se recuperara pronto. Del mismo modo, tampoco le permitieron faltar al colegio el lunes, pues supuestamente había reposado lo suficiente durante sábado y domingo. Lo mismo dio: a media mañana, el médico de la St. Ameus School contactó a Michael para comunicarle que su hijo no estaba en condiciones de permanecer en la institución el día completo.
El martes, la clase de Historia tuvo que ser cancelada porque el profesor Castle había caído enfermo la tarde anterior. Jean y Anne aprovecharon el tiempo libre para adelantar deberes en el calor reconfortante de la biblioteca de la escuela. Ocuparon una mesa entera con atlas polvorientos y amarillentos, y dos planisferios de aspecto antiquísimo que habían pedido prestados en la mapoteca. Estaban en la mitad de su tarea de Geografía cuando un grupo de bulliciosos muchachos irrumpió en la sala. Eran del tipo de alumnos que Anne detestaba, y Jean no la podía culpar. Los jóvenes tomaron la mesa contigua a la suya y, haciendo caso omiso de las miradas furibundas que Anne les lanzaba, comenzaron a jugar a las cartas, apostando y elevando cada vez más la voz. Jean, en cambio, era partidaria de ignorar esa clase de comportamiento, porque estaba convencida de que lo único que buscaba esa gente era llamar la atención. Se mantuvo en esa actitud hasta que uno de los chicos gritó:
- ¡No vayas a hacer trampa, Adrien!
Casi involuntariamente, dirigió los ojos al grupo de alumnos y se encontró con los de Adrien Goebel, que rápidamente los desvió y continuó con el juego como si no la hubiera visto. Antes de que pudiera salir de su estupor, la encargada de la biblioteca se acercó a los muchachos y, con la voz temblándole de enojo, los echó del lugar. Riéndose a carcajadas, como si poco les importara estar delante de una figura de autoridad, caminaron lentamente hasta la puerta, seguidos por las miradas de Jean y Anne. Uno de los chicos reparó en ellas y, sin dejar de reír, exclamó:
- ¿Qué están viendo, nerds?- sus compañeros le festejaron la ocurrencia; todos excepto Adrien Goebel -pudo ver Jean- que abandonó la biblioteca sin volver la vista atrás.
Jean no le había mencionado a Anne el episodio con Adrien en el patio antes de llegar al comedor; y, en ese momento, se alegró de haber omitido la historia.
Pero no pudo evitar al chico por mucho tiempo más.
El viernes, el curso de Jean tuvo que compartir sus clases con el de Adrien. Sólo cinco alumnos de cada curso habían asistido, de forma que pasaron toda la jornada juntos. La última clase, la de Literatura, fue una de las peores experiencias que Jean hubiera tenido en mucho tiempo. La mitad de la clase estaba dedicada a la lectura de un texto a elección, y Jean había llevado el libro que sus padres le habían regalado. Pero, por mucho que le hubiera gustado concentrarse en sus páginas, a su lado Anne no paraba de quejarse de los molestos compañeros de Adrien Goebel. La profesora, convencida de que era Jean quien estaba hablando, dijo desde su escritorio:
- Señorita Hart, lea por favor en voz alta.
Abochornada, Jean empezó desde lo primero que vio delante suyo: una escena de Romeo y Julieta. Antes de que pudiera finalizar la primera oración, la profesora la interrumpió:
- No, no, Hart. No sentada. Venga aquí, por favor. Léaselo a la clase.
Jean se puso de pie lentamente y caminó entre las filas de bancos con la cabeza gacha, como quien sabe que está a punto de cumplir con su sentencia. La profesora se acercó a ella y revisó el contenido de la escena:
- Muy bien- dijo en voz baja-. Va a necesitar un Romeo, señorita Hart- pasó la vista sobre la lista de alumnos que tenía sobre el escritorio y llamó:- Adrien Goebel.
"Por supuesto", pensó Jean. "No podía ser de otra forma". ¿Por qué? ¿Por qué, de entre toda la gente, tenía que ser Adrien Goebel?
Desde ahora llámame sólo Amor. Que me bauticen otra vez, dejo de ser Romeo.
Los compañeros de Adrien empezaron a silbar y decir cosas que Jean prefirió no oír.
Aún no han bebido cien palabras tuyas mis oídos y ya te reconozco. ¿No eres Romeo? ¿No eres un Montesco?
No seré ni lo uno ni lo otro, bella, si las dos cosas te disgustan.
Ahora estaban todos pendientes de las palabras de ambos, y hasta los compañeros de Jean se habían unido a los "Uhh" y "Ohh" que hacían los otros chicos. Por primera vez, Adrien y Jean se miraron, y ella creyó intuir lo que el otro estaba pensando.
Si ellos te vieran aquí te matarían.
Ay, en tus ojos veo más peligro que en veinte espadas de ellos. Si me miras con dulzura, podré vencer el odio.
Todos silbaban y reían, pero la profesora no hacía nada por calmarlos.
No quisiera por nada en este mundo, que te vieran aquí.
Por suerte, Adrien había decidido que no era buena idea que intercambiaran miradas en ese momento. Para Jean, toda la situación estaba resultando eterna.
Me cubre con su máscara la noche, de otro modo verías mis mejillas enrojecer por lo que me has oído.
- ¡Nerd!- gritó uno de los compañeros de Adrien con toda claridad.
Escucho un ruido adentro. ¡Adiós, mi amor!
Jean creyó escuchar que Anne le respondía a quien había gritado.
¡Oh, dulce, oh dulce noche! Pero temo que todo sea un sueño de la noche sin otra realidad que su dulzura.
Para cuando llegó el final de la escena, no había un solo alumno que no estuviera silbando, riendo o gritando por el motivo que fuera. Sin mediar palabras o miradas, Jean y Adrien regresaron a sus respectivos asientos y permanecieron en silencio lo que restaba de la clase. Ni siquiera Anne se atrevió a hacer algún comentario cuando Jean se sentó a su lado.
"Soy un triste juguete del destino", pensó Jean irónicamente.


 

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