Sobre decisiones, adueñarse y atreverse

Hace rato que le doy vueltas y vueltas, y más vueltas a este asunto; y, no mucho tiempo atrás, recibí el impulso que me faltaba para finalmente persuadirme de publicar esta entrada sobre la toma de decisiones. Vino de la mano de una amiga que precisaba un consejo sobre una situación en particular, y me pidió que escribiera algo acerca de optar por un camino u otro y, eventualmente, animarse.
Y, como creo que tomar decisiones nos puede representar un conflicto en la vida cotidiana, me pareció que podía abordar este tema sin hacer referencia a la mencionada ocasión individual.
Animarse y decidirse pueden parecer ser la misma cosa. Sin embargo -y siempre hablando desde mi punto de vista-, son dos cosas más bien distintas.
Muchas veces tenemos que elegir en base a dos opciones que se nos presentan, pero no son las que preferimos. En la vida me ha tocado conocer a personas que tuvieron que "elegir" entre dos alternativas ofrecidas por sus padres. Por supuesto, al tratarse de mis pares, este tipo de decisiones caen, principalmente, en la categoría de estudios/carrera/futuro profesional. Pasamos, por lo menos, un cuarto de nuestras vidas eligiendo entre lo que aquellos que ostentan una jerarquía superior a la nuestra suponen que es mejor para nosotros. Y, en ocasiones, ni siquiera tenemos esa fortuna. Tantísimas veces, sobre todo dentro de las instituciones, la gente decide por nosotros. Sin ir más lejos, es más probable que no hayamos podido decidir, a consciencia, qué hacer con nuestra espiritualidad y que nuestras familias decidieran que, efectivamente, debemos adherir a una religión específica. Todas nuestras costumbres, ritos y tradiciones las recibimos a manera de herencia sin poder hacer mucho al respecto (esa es, en parte, la gracia del folclore). Tal vez estemos de acuerdo con ellos, tal vez no. Así vamos creciendo con la tendencia arraigada a decidir entre opciones, que otros ya eligieron para nosotros, de entre otras tantas opciones.
Aquí es, creo yo, donde entra esa palabra que separa (en el título, claro está) las decisiones del atreverse. Adueñarse. ¿De qué? De nuestras vidas, ni más ni menos. Adueñarse en tanto responsabilizarnos, hacernos cargo de nuestra propia existencia. Atreverse no implica que, mágicamente y a lo Hollywood, nuestras vidas van a dar un giro de ciento ochenta grados, y de repente vamos a ser exitosos en todo lo que nos propongamos. Atreverse requiere de un trabajo muy grande, y de una voluntad aún mayor, porque no es fácil despegarse de las expectativas que alguien más ha proyectado sobre nosotros. Es muy probable que nos equivoquemos, que tengamos que retroceder un par de pasos, o incluso volver al punto de partida. Pero, si de algo debemos estar orgullosos, es del hecho de que esos errores son sólo nuestros. Son errores que cometimos en virtud de alcanzar lo que nosotros deseamos, y no lo que alguien más eligió para nosotros. Si tuviera que representarlo gráficamente, para mí, atreverse es preferir llegar a destino atravesando un bosque, en vez de recorrer alguna de las rutas que el mapa nos indica.
Alguna vez escribí que aspiro a ser el tipo de persona que, llegado el momento, mira hacia atrás y no se arrepiente de nada. Ni falta hace que me digan que es algo utópico. No preciso ser más vieja para saber que ya hay cosas de las que me arrepiento, cosas a las que yo me podría haber animado. Si hay una irremediable verdad, es que no nacemos experimentados o sabios. Y, muchas veces, esa falta de experiencia nos induce a tomar el camino más cómodo, el más seguro, a "elegir" en vez de atrevernos. Tener la certeza de que estamos condenados a equivocarnos debería quitarnos un gran peso de encima (probablemente no nos lo quite, pero debería). Tanto como experimentar sentimientos, equivocarse es evitable (pista: no lo es, ninguna de las dos cosas, no te castigues).
No podemos cambiar nuestro pasado, pero, afortunadamente, podemos aprender de él. Tampoco quiero decir que hay que reinventarse completamente cada vez que las cosas no salen como esperamos. Sin embargo, se puede ajustar alguna que otra tuerquita aquí y allá, teniendo siempre en cuenta que, mal que les pese a varios, nuestra primera lealtad, en este caso, nos la debemos a nosotros mismos. Yo creo que, a menos que tu sueño sea convertirte en un homicida en masa o algo por el estilo, lo que sea que quieras ser, está bien, y nadie debería juzgarte por ello. En tanto tu integridad y la de los que te rodean no se vea comprometida, lo que sea que te haga feliz debería ser respetado. Y, una vez que obtengas esa satisfacción que será fruto de tu propio arrojo, nadie, absolutamente nadie, te la va a poder quitar. Es el verdadero regalo que no tiene precio, la entrega absoluta que vale la pena. Si te parece, el costado más virtuoso de esta clase de egoísmo.
Estamos tan acostumbrados a pedir perdón o a sentir culpa por quienes somos, que olvidamos que no podemos hacer nada al respecto. Es posible mejorar algunos aspectos, pero nunca, jamás, vamos a dejar de ser Aldana, María, Pablo, Daniel... o el nombre bíblico que más les guste. Podemos hacer el esfuerzo, nos podemos adaptar al grupo de gente con el que estamos; pero, cuando finalmente nos encontramos solos, siempre vamos a ser de una forma: la nuestra. Ser individuos no es un problema. Ser diferentes no es un problema. No hay que buscarle cura, no hay que arreglarlo. La diversidad se encuentra en la naturaleza misma del Universo, y nos supera. Luchar en su contra, querer negarla o controlarla, es en vano. Todavía estamos a tiempo de aceptarla y, consecuentemente, aceptarnos los unos a los otros. Y, principalmente, atrevernos a aceptarnos a nosotros mismos. Tal cual somos.

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