St. Ameus School

Había pasado la mitad de la clase matutina de Historia. Por lo general Jean estaba pendiente de cada una de las palabras del profesor, pero en esta oportunidad se sentía inusitadamente dispersa. Contrario a lo que sus vecinos habían vaticinado, el paso del tiempo no había logrado mermar la energía de la joven. Y en aquel preciso momento, con doce años y la mente muy lejos de la disertación interminable sobre los egipcios que llevaba a cabo el profesor, Jean no podía apartar la vista de la ventana que daba al campo de deportes del St. Ameus School. En los dos años que habían transcurrido desde su ingreso a la escuela, Jean había logrado destacarse en todas las actividades físicas. En particular, se sentía muy orgullosa de sí misma por haberse ganado el puesto de delantera central en el equipo de hockey. Aún faltaba bastante para el próximo partido, pero no era eso lo que inquietaba.
Era un día cálido y afuera el sol brillaba arrancando destellos blancos y dorados del pasto. El cielo se veía color turquesa y era visitado ocasionalmente por alguna esponjosa nube blanca. No se podía pedir un mejor clima y, sin embargo, ahí estaba Jean, encerrada en un aula, obligada a escuchar cómo su profesor divagaba sobre la forma en que se relacionaban los faraones con sus parientes.
A su lado, Anne tomaba notas tan fervientemente que a Jean no le hubiera extrañado que sus apuntes se prendieran fuego de un momento a otro. Por su parte, Jean finalmente había despegado la vista de las canchas, y ahora garabateaba distraídamente en su manual de Historia. Casi sin darse cuenta, había dibujado la silueta de un par de alas. Había visto unas similares días atrás que habían llamado su atención. Pertenecían a la ilustración de un dragón, hecha por un reconocido artista. La había descubierto buscando imágenes para la base de datos que había estado elaborando exhaustivamente a lo largo de los últimos dos años. Si bien había recolectado muchísima información, estaba determinada a nunca dejar de buscar imágenes que pudieran coincidir con los seres que desde pequeña veía en sus sueños.
Estaba ensimismada recordando el de la noche anterior, con los ojos clavados en las alas que había dibujado, cuando un ruido seco se oyó delante suyo y su manual de Historia se llenó del polvillo blanco de las tizas. Ninguno de sus compañeros se esforzó por contener la risa. Alzando la vista, Jean se encontró cara a cara con su profesor, que aún sostenía con fuerza el borrador que había golpeado sobre el pupitre de la chica.
- Se lo preguntaré por tercera y última vez, señorita Hart. Y, si no responde, me veré obligado a ponerle un cero- le advirtió el profesor Castle-. ¿Por qué razón sepultaban a los faraones con sus fortunas?
Jean dijo todo lo que sabía -y más- sobre la creencia de los egipcios en una vida posterior a la muerte y cómo procuraban garantizar que su estadía en el más allá fuera por demás placentera. Había adquirido experiencia en explayarse más de lo tolerable en la clase del profesor Castle, porque a él le gustaba que respondieran de la misma forma en que él impartía su asignatura.
No era partidaria de exponerse más de la cuenta dentro del aula pero, como Anne era su única amiga y ella prefería estar tan cerca del pizarrón como fuera posible, a Jean no le quedaba más remedio que sentarse también en la primera hilera de bancos. Por lo tanto, era de esperarse que el momento de distracción de la joven no pasara desapercibido por su docente. Satisfecho con la respuesta de la chica, Castle reanudó su perorata -sin siquiera ponerle una buena nota en lugar del cero que le había prometido, por supuesto-, ésta vez seguido por la imperturbable mirada de Jean, que de todas formas no podía dejar de pensar en el sueño que la había despertado a mitad de la noche anterior.


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