La llegada de los Kaye

En la calle Oserien no había niños de la edad de Jean Hart. De acuerdo con las indagaciones que habían hecho sus padres, tampoco había niños en todo Zedoha. Durante gran parte de su infancia, Jean había sido instruida en la comodidad de su hogar. Los Hart repartían las asignaturas y, según lo que habían podido ver los vecinos, Jean dedicaba diez horas del día a los estudios. Aún así conservaba la frescura que su edad implicaba.
Sin embargo, cerca de los nueve años, Jean comenzó a sentirse sola. No hacía muchas preguntas, por eso no estaba al tanto de que las personas de su edad acostumbraban ir a la escuela. Algunos habitantes de Zedoha hasta estaban convencidos de que Jean creía que la gente nacía adulta y que ella debía ser alguna inexplicable excepción.
Jean se aburrió y deseó tener a alguien como ella con quien jugar, hasta el día de su décimo cumpleaños. La casa contigua a la de los Hart, el número 74 de Oserien, había exhibido el cartel de venta durante seis meses completos. Los dueños estaban perdiendo las esperanzas de hacer algún negocio, cuando los Kaye aparecieron. Se trataba de una pareja de mediana edad, con dos hijos: Elliot y Anne, de catorce y diez años respectivamente. Los Kaye eran una familia relativamente conservadora: ese tipo de personas que esperan -y de las que se espera- que se preserven las formas.
El señor y la señora Kaye (o, como pretendían que el resto del mundo olvidara, Michael y Susan) enviaban a sus hijos a la St. Ameus School, una escuela bilingüe, de larguísimas jornadas y altísimos estándares. Elliot y Anne habían conseguido importantes becas gracias a sus calificaciones, y eran los hijos que todos los padres de sus compañeros hubieran deseado tener. La señora Kaye se jactaba de los logros atléticos y académicos de Elliot, quien era el capitán del equipo de fútbol del St. Ameus, y el primero de su clase. Por otra parte, el orgullo del señor Kaye era Anne, que se conformaba con un módico segundo puesto dentro de su curso. Los jóvenes Kaye eran, sin lugar a dudas, los predilectos de los docentes. Todos podían contar con ellos para poner orden dentro del aula, y era de los pocos que todavía alzaban la mano antes de hablar.
Cualquiera que hubiera visto la situación desde afuera, podría haber pensado que Jean Hart y Anne Kaye serían mucho menos que incompatibles. Y, sin embargo, lo que nadie podía ver, por más esencial que fuera, es el hecho de que Anne también se sentía muy sola.
De modo que, cuando en la tarde del décimo cumpleaños de Jean, ésta y Anne se vieron por primera vez, el destino no tardó en mover sus hilos para convertir a Jean y Anne en dos pequeñas amigas que, con los años, serían inseparables.


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