Un suicidio cotidiano

Sólo una aclaración que quiero hacer antes de empezar con el segundo intento de cuento corto. Escribo en neutro porque todos los libros que leí en lo que va de mi vida estaban así escritos, y no porque reniegue de ser argentina. Quería dejar eso establecido, por las dudas. Verbalmente, trato a la gente de "vos" y todo eso (me gusta ser concisa).

Un suicidio cotidiano
Juan trabaja en una oficina desde que terminó el colegio. Al igual que su padre, gracias a quien consiguió su actual empleo, es contador. Desde hace quince años, se levanta todos los días a las seis de la mañana, se ducha y se viste con un sobrio traje encima de una sobria camisa adornada con una sobria corbata. A lo largo de todo su viaje en subte, está pendiente de su celular. Cuando no está enviando mails dando órdenes, está siendo asediado por su nueva secretaria. Es buena chica, pero no entiende el trabajo. Juan pasa un promedio de cincuenta horas semanales sentado detrás de su escritorio, prácticamente tapado por carpetas y papeles. El viaje de vuelta a casa es algo más tranquilo que el de ida, pero sigue aferrado a su celular como si de él dependiera su vida. Abre la puerta de su departamento y tira las llaves sobre una mesita cercana. Se prepara el quinto café del día y se sienta en su sillón preferido, carpetas en mano, y dedica horas a memorizar presentaciones para futuras reuniones. Detrás suyo, hay una pared cubierta por CDs y discos de vinilo que conserva desde su adolescencia. La época en que sucumbía a su llamado silencioso pasó hace ya mucho tiempo. Una fina capa de polvo descansa sobre ellos desde hace quién sabe cuánto. En su habitación todavía tiene pegados pósteres de sus bandas de rock preferidas. Están algo gastados y descoloridos, pero Juan no les presta la suficiente atención como para notarlo. En un rincón del dormitorio, casi oculta por el ropero, hay una vieja guitarra. Desafinada y con sólo cuatro cuerdas, recibe un mimo de vez en cuando si Eve, la mujer que va a limpiar la casa de Juan una vez a la semana, tiene diez minutos para dedicarle. Tras una frugal cena, Juan va a acostarse, fijando su mirada en la cama y en el reloj despertador de su mesita de luz únicamente. Son las seis de la mañana otra vez. Juan se levanta, se ducha, y se pone su sobrio traje, con su sobria camisa y su sobria corbata. Desayuna, abandona su departamento, se sube al subterráneo. A las nueve, cuatro empleados lo escuchan atentamente mientras él pasa diapositivas y explica los gráficos que en ellas están representados. A la misma hora, en su dormitorio, uno de los pósteres se despega de su pared y aterriza en el suelo, donde pasará desapercibido una semana entera.
Leonor es estudiante de Medicina. Todos los días va a Capital, ya sea para estudiar o para hacer un poco de investigación. Cada mañana elige su ropa casi al azar y se pone un calzado que sea lo suficientemente cómodo como para soportar su larga jornada; siempre haciendo de cuenta que no ve el par de zapatillas de punta que seguramente ya no le entran. Sabe qué es el líquido sinovial y conoce el nombre de los doscientos seis huesos del esqueleto de un ser humano adulto. También sabe qué es un jeté y un pas de bourrée, pero está cada día más cerca de olvidar cómo se ejecutan. Sabe que, cuando finalmente tenga su título, va a trabajar en el consultorio de sus padres. Probablemente también vayan a hacerlo sus hijos, si es que alguna vez tiene. Mañana rinde examen de Histología y Embriología. De un estante lleno de CDs saca una caja en cuya tapa hay una pintura de bailarinas paradas una detrás de la otra, con una mano sobre la barra. Pone el disco en el reproductor. Play. Abre el libro de texto al mismo tiempo que empieza a sonar un piano. Cinco minutos después, el disco salta. Una, dos, tres veces. Silencio.
Ricardo es profesor de Literatura Inglesa en la Facultad de Filosofía y Letras. Está en sus treintas, pero algunos días se siente como si tuviera veinte años más. Aunque intenta mantener una actitud jovial con sus alumnos, no puede evitar notar la diferencia de edad. De vez en cuando, recuerda cómo se sentía ante un docente cuando él era el alumno. Seguramente tendrían la misma edad que tenía él actualmente, pero siempre le habían parecido tan viejos. Y ahora le toca ver a todos esos estudiantes, llenos de sueños y definiendo una meta... se siente viejo él también. Sobre todo cuando lo llaman por el apellido. A la hora del almuerzo, se dirige a su bar favorito. No es elegante, ni amplio, ni siquiera está bien iluminado; pero allí sirven la comida que más se parece a la que recuerda haber comido de niño. Lo atiende siempre la misma camarera, con su misma sonrisa cálida y trato gentil. Suelen intercambiar pocas palabras, a pesar de que se conocen desde hace un par de años. Lo único que sabe de ella es que le dicen Bere, que tiene veinticinco años y que es estudiante de Psicología. Nunca hablan de él. Un año atrás, Ricardo tuvo que admitirse a sí mismo que se había enamorado de Bere. "Pero tiene veinticinco años", se repetía una y otra vez, cada vez que se descubría elaborando planes para invitarla a salir. Seguramente alguno de sus alumnos tendría esa edad. Además, ¿cómo podía resultarle atractivo alguien como él, aburrido y chapado a la antigua, a una chica como ella, tan llena de vida? Ricardo había leído incontables novelas y poemas, lo que significaba que tenía una idea bastante acertada de lo que les gusta escuchar a las mujeres. "Pero a ninguna le gustaría escucharlo de alguien como yo". Él mismo había escrito poesía y hasta había comenzado un libro. Todo ese material había sido celosamente guardado dentro de una caja, en la parte de arriba de un placard empotrado en la pared. Después de todo, siempre supo que había estudiado Letras para ser escritor; por mucho que finalmente se hubiera dedicado a la docencia. A veces se acuerda de esto mientras corrige redacciones. Pasan los meses, y Ricardo está cada vez más enamorado de Bere. Tanto que le hace mal. Finalmente decide cambiar de bar. Ninguna comida en el mundo vale este sufrimiento. Se distrae más de lo normal en las clases, por un motivo muy distinto al que lo distraía desde hacía más de un año; pero, con el tiempo, en ese sentimiento se forma un callo, y Ricardo se olvida de recordar el amor. En su casa, dentro del placard, los manuscritos se arruinan por la creciente humedad de la pared, la tinta se corre y deforma hasta que las palabras quedan ilegibles. Cansada de esperar su regreso, ayer Bere le dijo que sí al chico que había insistido en salir con ella durante meses. Ricardo lo ignora. Sigue corrigiendo redacciones.

Frase de hoy: "La resignación es un suicidio cotidiano". (Honoré de Balzac)

Comentarios

  1. Me encantó tu relato!!! Está bueno leer estas cosas de vez en cuando :)

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  2. me encanto amiga, y muy cierto.

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  3. Me gustó mucho. En especial, el detalle del posters en el personaje del contador. Es un relato que tiene vida propia. Nunca dejes de escribir!

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