De vacaciones, viajes y tierras lejanas

Prácticamente recién llegada de mis vacaciones en la costa, decidí actualizar este blog que tan fácilmente abandono. En los borradores encuentro el acostumbrado Post que no me decido a publicar, por supuesto. Pero, siendo que esta vendría a ser la primera publicación del nuevo año, decidí dar una nota un poco más alegre.
Al igual que el verano anterior, este Febrero me encontró en Valeria del Mar, disfrutando de la verdadera vida desenchufada. Pocas cosas me atraen menos que las temperaturas sobre los 30°C, los amontonamientos, el sudor incontrolable, las criaturas chillonas y la inactividad que se prolongue lo suficiente como para dejar de ser considerada ocio contemplativo. Pero el mar es otra historia.
Y no creo que tenga que ver, necesariamente, con el hecho de que estoy al tanto de que "son las vacaciones". No. Más bien creo que hay lugares a los que la gente pertenece, llámese playa, montaña, ciudad, campo, papa, patata. Recuerdo una ocasión, estando en Villa Gesell, en que una amiga de mi mamá nos visitó por un fin de semana. Yo supe amar Gesell durante años, y lo vi convertirse en mi hogar a lo largo de mi infancia y pasada mi adolescencia. No fue el caso de nuestra huésped, independientemente del poco tiempo que haya pasado con nosotros, que sufrió durante tres días porque el auto se le llenó de arena. ¿Estaba de vacaciones? Sí. ¿Disfrutó plenamente de ellas? Muy probablemente, no.
También es muy posible que todos conozcamos a esas personas que, llegado el verano, deciden tomar una distancia más que prudencial de las olas y el viento. Del mismo modo, hay gente que prefiere buscar costas más lejanas y no pisa arena nacional hasta pasado el calor.
Con todo esto, lo único que quiero dejar en claro es que estoy convencida de que la gente pertenece a determinados lugares. Y, agrego, también soy de la opinión de que se trata de los lugares exclusivamente.
La vida me dio la oportunidad de viajar tanto dentro como fuera del país. Mi primer gran viaje fue a la tierna edad de cinco años (aunque, si indagan un poco, varios coincidirán en que no eran tan tierna). Gracias a un enredo digno de una sitcom, a eso de las tres de la madrugada, y vía teléfono, mis papás se comprometieron a visitar a mi familia materna, convenientemente desperdigada por toda Italia. No me alcanzan las palabras, o tal vez no conozco las precisas, para contarles cuánto odié la experiencia. Semanas rodeada de toda esta gente que jamás había visto en mi vida, hablándome en un idioma que no entendía ni me interesaba entender, llevándome a pie a conocer largo y ancho ciudades atestadas de escombros interminables, alimentándome con comida decididamente incomible... ¿captan la idea? Las fotos del viaje dan testimonio de mi infelicidad -que exitosamente contagiaba a quien fuera que estuviese a mi lado- y cansancio.
Sin embargo, ¿saben qué? Nunca pude olvidar el día que visitamos el Castillo Sforzesco; en particular, el haberme acercado al foso y maravillado con las balas de cañón. Las murallas eran tan altas que, en mi memoria, no tenían final. Tampoco pude olvidar haber recorrido el Jardín de Bóboli, o haber subido al techo del Duomo de Milán y sentir que estaba en la cima del mundo. O haber recorrido los canales de Venecia en un taxi acuático. Poco me importaron las molestias que mencioné en el otro párrafo. Tales recuerdos los atesoré indefectiblemente.
Hace menor cantidad de años, acompañé a mi mamá en un viaje de trabajo a Lausanne, Suiza. Es el día de hoy que sigo convencida que allí está mi lugar en el mundo. El verdadero lugar al que pertenezco. Lausanne es un cantón francés, donde sólo se puede soñar con que entiendan una palabra del inglés (que uno, estando acá, llama tan confiadamente "el idioma universal") o del español. El cambio no nos favorecía, por lo que recorrí la ciudad sola y caminando mientras mamá cumplía con el horario laboral, y no puede decirse que me haya dado algún lujo culinario fuera del hotel. Vestigios medievales me encontraban a la vuelta de prácticamente toda esquina. La experiencia no difirió sustancialmente de aquella que tuve a los cinco años, y aún así... Tal vez algo tenga que ver la edad, se los concedo, pero no creo que sea sólo eso.
La semana siguiente a nuestra aventura suiza, volvimos a Roma por un par de días; y, aunque soy plenamente capaz que apreciar su superlativa hermosura, la hallo increíblemente abrumadora.
Mientras pensaba en estos pasados días lo que quería escribir, estaba decidida a asegurar que, cuando uno vuelve de las vacaciones, lo que extraña son las vivencias. Que, en realidad, cuando la gente viaja y dice que extraña la ciudad de Buenos Aires, por dar un ejemplo, lo que añora es lo que vivió en ella (porque no hay forma de que me convenzan que extrañan el cáos que es el tránsito, la polución, los cortes, etcétera). Pero creo que debe haber algo en el aire, o la historia de cada lugar, o de nosotros mismos. Creo que hay algo que nos excede y nos ata a determinadas cosas. Que nos ata al tipo de gente con la que nos relacionamos, a las comidas que nos gustan, a las películas que disfrutamos, a la música que amamos, y, definitivamente, a los lugares que conocemos. Debe existir algún tipo de vínculo surgido con el nacimiento del tiempo, y fortalecido con el nuestro, destinado a formarnos y definirnos de la mano de nuestras decisiones. Y debe ser por eso que las casualidades no existen, por lo que tantísimas personas encuentran su hogar tan lejos de su casa, por lo que hay vida en cada recoveco del mundo y, tal vez en un futuro impensado, en cada recoveco del universo.

Comentarios

  1. Es cierto! Yo se donde está tu lugar y espero que algún día puedas cumplir tu sueño!

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  2. Este relato me gusta, está bueno. Tiene estilo, fluye, y es honesto, verdadero.

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